martes, 4 de enero de 2011

Vocación

Esta vocación tuya. Propia, secreta, hierática, de ser, de estar.
De llamarte como la lluvia y esperar cada tarde un crepúsculo que se retrasa.
De viajar por años tras un sueño de borrasca en un barco de papel.
De ir siempre, como a una pregunta, buscando una respuesta a tu pavura, a tu ternura, a tu locura.
De volar por la vida como una golondrina después de un verano feliz y ya expropiado, sin ninguna pretensión privativa de mujer con prole, con libídine, con ardor.
De asociar tu sexualidad con el amor y a tus sueños con el cielo prometido de tu religión.

De adosarte, de adularme. De absolverme, de abstraerte.
De estacionarte en la playa anochecida como una estrella varada o un lucero errático, después del amor.
De madurar en tus manos, como dos ciruelos, mis fingimientos, mis presunciones, mis afectaciones u otras petulancias.
De caminar por el mundo buscando quien me absuelva y ayude a sobrellevar mis hartazgos y extravíos.
De fingirte una doble cinematográfica y sufrir los roles más cotidianos, menos substanciales, más peligrosos.

Esta vocación tuya. Cristiana, piadosa, sentimental, de simular, de olvidar.
De asumir a Dios como a un vecino que siempre no está en casa y al demonio como un intruso que siempre está husmeando entre tus bragas y sostenes de nylon.
De mirarte proyectada en el espejo y reconocerte fémina, fiel, verídica, casi virginal.
De cuidar de tus pies idénticos como de dos niños y de tu corazón como una hoguera en el alba que no se puede -que no se debe- extinguir.
De crucificar los deseos de tus ojos, los apetitos de tus manos, las ganas de tus senos, los afanes de tu clítoris.


De dolerte a ti misma cuando nieva un recuerdo de niña sobre tu cabeza de pájaro sin idioma ni coloración.

De adaptarte, de adoptarme. De eximirme, de exentarte.
De caminar sola por la soledad del parque solitario y triste y recién atardecido.
De despertar primera y dormirte última como un faro titilante en el alta mar de tus días y allá en el fondo de tu función marital.
De saberte perjura cuando finges una nostalgia y fingir una alegría cuando no aciertas a perjurar.
De pensar en tus hijos como dos milagros ejecutados por Dios y no por tu vientre de sirena.

Esta vocación tuya. Pertinente, íntima, solemne, de amar, de condonar.
De entender la muerte como al mar los marinos más antiguos (sin ninguna animadversión, con no poca solemnidad y entusiasmo).
De conciliar los adioses con la esperanza y la esperanza con la Eternidad incierta de tu fe.
De asomarte a los cuarenta con la misma aptitud -para llorar, para soñar, para ser feliz- de la impúber de tu adolescencia.
De no escapar al dominio de tus ímpetus, tus desasosiegos, tus concesiones, tus acatamientos de hija, de mujer, de madre, de post-madre.
De entrar en mis dudas como en una playa y esconderte tras la arena, y husmearme tras las piedras, y descubrirme cubierto de tu ausencia y necesidad.

De extinguirte, de excitarme. De hesitarme, de escindirte.
De llamarme por el único nombre que no tengo y por no saber el que, en realidad, escondo.
De escalar hasta el más alto otero de mi avidez de bestia y dejarte caer sin prisa, sin ropa, con unción, con frenesí.
De llamarte ola, lluvia, manzana, miel, calor, río, lápiz, canción, o cualquier otra circunstancia del tiempo u otra exigencia de mi urgencia mayor.
De tener vocación por vivir, para amar, por soñar, para morir, por ser, por estar, sin más que sólo tu pura y única y genuina propensión vocacional.

Por William Smith
Ferreñafe, 02 de diciembre de 2010

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